Page 93 - La Cabeza de la Hidra
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—Es una de mis armas, con eso lo pico y pierde los estribos. Es un pendejo, rico pero
pendejo. Sabe que jamás lo dejaré porque tenemos cuatro hijos, está forrado de lana y
ya me acostumbré a golfear a mi gusto y sin consecuencias pero lo vuelve loco que le
hable de un triste burócrata como tú, que ni a condominio en Acapulco llega. Lo desafío
a que me dé algo más que montones de lana y como no sabe hacerlo, se muere del
coraje.
—Qué bueno servirte de pretexto, Mary.
—No son más que defensas para entrarle sin traumas a la cuarentena. Qué quieres. Tú
coges muy bien. Me gustó el revolcón. Tecnicolor y pantalla ancha.
—Podemos repetir la función. La entrada es gratis.
—No. El boleto cuesta caro y hoy lo pagamos los dos.
Fue ella la que se levantó primero y caminó hacia el baño.
—El otro día en mi aniversario de bodas me dijiste que sólo te gustaba tocarme pero sin
deseo. Hoy sentí que sí me deseabas. Y eso no me gustó, porque la función ya no fue
gratis, como antes. Prefería que me cogieras sin desearme y no como hoy, porque
deseabas otras cosas y yo nomás fui tu pretexto.
Félix se sentó al filo de la cama.
—Eso lo pagué yo, en todo caso. El deseo no es algo barato.
—El rencor tampoco, Félix. Sólo vine para insultar a otras mujeres. Dijiste sus nombres
cuando te venías. Ni creas que me ofendiste. Sólo a eso vine. A humillar a la infeliz de
Ruth y a decirle a tu maravillosa Sara que está muerta mientras yo cojo contigo.
Entró al baño y cerró la puerta.
Félix la condujo hasta la puerta de las suites de Génova a las dos de la mañana. El
portero les abrió y ella dijo que tenía el auto en un estacionamiento de la calle
Liverpool, caminaría, no quería caminar con Félix por la calle a estas horas. Félix le
contestó que andaban sueltos muchos júniores borrachos en convertibles por la Zona
Rosa, a veces llevaban mariadús y daban serenatas frente a los hoteles, para seducir a
las gringuitas pero Mary no dijo nada.
Se besaron en las mejillas, indiferentes al indio viejo que tiritaba de frío, envuelto en un
sarape gris, junto a la puerta de cristal entreabierta.
—Diez años es mucho tiempo, Félix —le dijo cariñosamente Mary—. Lástima que
tengamos que esperar otros diez, hasta que se nos salga toditito el veneno del cuerpo.
Pero para entonces ya estaremos medios machuchos.
—¿Sabes algo de mi muerte? —preguntó Félix con una sonrisa chueca y las manos
sobre los hombros de Mary, obligándola a girar para que el portero la viera bien.
—Ya viste que no te pregunté nada.
—Me reconociste.
—¿Tú crees? No, señor Velázquez. Eso fue lo bueno de esta aventurita. No sé si me
acosté con un impostor o con un fantasma. Todo lo demás no me interesa. Chao.
Se fue caminando como una pantera negra, lúbrica y perseguida.
—¿Es la monja? —le preguntó Félix al portero.
—No. La religiosa tenía otra cara.
—¿Pero has visto antes a esta mujer?
—Eso sí.
—¿Cuándo?
—Estuvo aquí a pasar la noche hace ocho días.
—¿Sola?
—No.
—¿Con quién?
—Un señor patilludo y bigotón, con la cara como jitomate.

