Page 142 - El hombre ilustrado - Ray Bradbury
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camas, escuchábamos, escuchábamos. «Ahora
camina por la calle Bell, siempre camina… nunca
toma un coche… Ahora cruza el parque, ahora
dobla en la esquina de Oakhurst y ahora…»
Me incorporé en la cama. Allá abajo, en la calle,
cada vez más cerca, vivos, rápidos, decididos…
unos pasos. Ahora ante nuestra casa; en los
escalones del porche. Y los dos, mamá y yo,
sonreímos en la oscuridad al oír la puerta de
entrada, que se abre al reconocerlo, y lo saluda, y se
cierra, allá abajo…
Tres horas más tarde hice girar suavemente el
pestillo del dormitorio de mis padres, reteniendo el
aliento, en medio de una oscuridad tan inmensa
como el espacio que separa los planetas, con la
mano extendida hacia esa valijita negra
abandonada a los pies de la cama. La tomé y corrí a
mi cuarto, pensando: «No quiere hablarme de eso.
No quiere que yo sepa.»
Y de la valija salió el uniforme oscuro, como una
nebulosa oscura, con algunas estrellas brillantes,
aquí y allá, desparramadas sobre la tela. Apreté el
traje negro entre las manos febriles y respiré el olor
del planeta Marte, un olor de hierro, y del planeta
Venus, un olor de hiedra verde, y del planeta
Mercurio, un aroma de azufre y fuego. Y pude
sentir el olor de la luna blanca como la leche y la
dureza de las estrellas. Metí el uniforme en una
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