Page 50 - Arcana Mundi - Elizabeth Bear
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incorporó, oscura en su níveo lecho, el cabello un arroyo frío
sobre los hombros y los pechos como lunas llenas bajo la
seda del camisón, y cogió aire para gritar. Y entonces se
detuvo, ahogando el grito, y se giró primero al este, después
al oeste, donde dormitaban sus acompañantes.
Dejó salir el aire.
—Eres un brujo —dijo ella, sacando los pies de debajo
de la colcha. Se le arquearon las plantas al contacto con la
fría piedra del suelo; de ser por la mañana, sus damas se
habrían arrodillado junto a la cama para calzarla.
Desdeñando las zapatillas, se levantó.
—No soy más que un bandido, princesa —respondió, y
se incorporó para hacer una burlona reverencia.
Cuando levantó la cabeza miró, más allá de la punta de
una flecha con forma de media luna, pasado el astil, a los
ojos negros e inmóviles de Nilufer, debidamente dirigidos
hacia la garganta del joven en lugar de a su rostro. Ella no lo
vio mover ni un músculo —imposible a la luz de aquella
luna—, pero él sí sintió un temblor en los párpados, ardor
en las mejillas, una contracción aguda entre los omóplatos.
—Pero has embrujado a mis mujeres.
—Cualquiera puede hacer un hechizo —le respondió

