Page 16 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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crece sin cesar, tal vez como provisión para días oscuros
que vendrán. Me había descuidado, sobre todo, tras el
divorcio.
Con sumo placer habría intercambiado con otra
persona los rasgos de mi cara; tan grande era la
repulsión que me inspiraban. Pasados los treinta y
cinco años, el rostro empieza a insinuar cómo será en la
vejez: las entradas apuntan a la futura calva; las arrugas
dejan de alisarse cuando una mirada triste cede su
lugar a una expresión satisfecha, o a una sonrisa; la piel
se vuelve áspera y no permite que la traspase el rubor.
A partir de los treinta y cinco, el rostro empieza a
transformarse en un memento mori, en un presagio de la
muerte, que nos acompañará siempre.
Siempre tengo mi propio rostro frente a los ojos: mi
escritorio está encarado hacia la ventana y suelo
trabajar en horas de penumbra. El cristal, recién lavado,
refleja como la superficie de una oscura charca en el
bosque, que reproduce los perfiles, pero engulle los
colores. Por eso me llevo la impresión de que los rasgos
de mi rostro, bien iluminados por la cercana lámpara
del escritorio, así como los contornos más difuminados
del mobiliario, de los estucos y de la pesada araña de
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