Page 95 - Sumerki - Dmitry Glukhovsky
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coloreada por el fulgor de las llamas, se transmutaba en
una ciclópea pared roja. Sobre la pequeña mancha de
tierra compacta, entre los interminables cenagales, los
hombres se sentían como en una fortaleza sitiada. Los
pantanos parecían cobrar vida: con apagado gimoteo
ascendían gigantescas bocanadas de gas, los
cañaverales murmuraban, los troncos pútridos de los
árboles crujían. De vez en cuando, la viscosa
mezcolanza de irreales sonidos se veía interrumpida
por el grito de desesperación de un animal de la noche
que en ese momento perdía la vida, que extinguía la de
otro, o que simplemente llamaba a su hembra.
Los hombres no podían apartar la vista ni un
instante. Habían pasado tan sólo unas pocas horas
desde la historia del desgraciado Ignacio Ferrer, y la
partida entera había asistido también, con los ojos
inmóviles de puro horror, a la muerte de Murga y de
Rivas. No podían permitirse ni la más mínima
distracción. Los centinelas se contaban chistes verdes,
se contaban historias de sus concubinas indias, de las
mujeres y los niños que habían dejado en la patria... lo
que fuera con tal de no pensar en la muerte. Si se
hubieran visto en el trance de caer en el combate y
llevarse a la tumba a un par de diablos indios, ninguno
de ellos habría sentido ningún miedo; en tal situación,
el hombre ve a la muerte de cara y perdura en el
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