Page 109 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad                           Philip K. Dick   109


           una  campiña  desierta  hasta  un  castillo  habitado  por

           servidores de metal que se mueven y que hablan pero que


           son... ‐se  encogió  de  hombros‐.  Son  fríos,  Adams;  los

           robots,  incluso  los  modelos  más  avanzados  que

           constituyen el Consejo, son fríos. Llévate un par de ellos,


           todos  los robots de tu séquito que puedas meter en tu

           volador, y vete de visita todas las noches.

              ‐Ya sé que es precisamente lo que hacen los más listos


           de entre los hombres de Yance ‐repuso Adams‐. Nunca

           están  en  su  casa.  Yo  lo  he  intentado.  He  llegado  a  mi

           mansión para volver a salir inmediatamente después de


           cenar. ‐Pensó  en  Colleen  y  en  su  vecino  Lane,  cuando

           vivía‐.  Tengo  una  amiguita ‐dijo  con  desenvoltura‐;  es


           también de Yance; nos hacemos visitas y hablamos. Pero

           el  gran  ventanal  delantero  de  la  biblioteca  de  mi

           mansión...


              ‐Sería mejor que no contemplases demasiado esa costa

           rocosa  siempre  cubierta  de  niebla ‐le  observó  David


           Lantano‐. Esos ciento cincuenta kilómetros de costa al sur

           de San Francisco son una de las regiones más tétricas de

           la Tierra.


              Parpadeando, Adams se preguntó cómo era posible que

           Lantano  hubiese  adivinado  tan  exactamente  lo  que  él

           quería decir y el temor que le inspiraba la niebla; era como


           si Lantano hubiera leído sus más íntimos pensamientos.










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