Page 63 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad Philip K. Dick 63
micrófonos de la TV en forma de declaración, de la que
nadie que se hallase en su cabal juicio podría dudar...
especialmente después de permanecer encapsulado bajo
la superficie durante quince años. Aunque... sería una
paradoja, porque el pontífice sería el propio Yancy; como
decía la antigua paradoja, «Todo cuanto digo es mentira»,
lo cual no haría más que aumentar la confusión y
envolver su desmedrada y escurridiza sustancia en un
sólido y apretado nudo de marinero.
¿Y qué se conseguiría? Porque, después de todo,
Ginebra le haría trizas... y «esto no nos divierte», remedó
Joseph Adams para sus adentros la voz que él, como
todos los demás hombres de Yance, había asimilado
desde hacía tanto tiempo. El superego, como lo llamaban
los intelectuales de anteguerra: o antes que ellos, la fe y la
razón, o cualquier otra frase rústica y medieval.
La conciencia.
Stanton Brose, atrincherado en su Festung, en su castillo
de Ginebra como un antiguo alquimista tocado con su
cucurucho, como un corrompido y putrefacto pálido pez
blanco de los mares, como suele decirse: brillante pero
hediondo, resplandeciente, un bacalao muerto de ojos
nebulosos como por el glaucoma... ¿Acaso Brose tenía
efectivamente tal aspecto?
Hasta entonces, Joseph Adams solamente había visto a
Brose en carne y hueso dos veces en su vida. Brose era un
vejestorio. Debía tener ochenta y dos años. Pero no era
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