Page 65 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad Philip K. Dick 65
Y entonces, si Verne Lindblom estaba en lo cierto, si la
gente de la sociedad particular de información de
Londres, Webster Foote Limited, estaba también en lo
cierto, se habría abierto una nueva puerta de entrada,
empujada por la mano temblorosa y senil que se alargaba
desde Ginebra... En la mente de Adams la metáfora fue
definiéndose hasta hacerse visible y terrorífica: le parecía
sentir la puerta frente a él, palpar las tinieblas que
ocultaba... una habitación desprovista de luz, en la que
pronto habría de entrar para afrontar sabe Dios qué tarea;
que no sería una pesadilla, no, como las negras e informes
nieblas exteriores e interiores, sino...
Demasiado claro. Expuesto meticulosamente, en
palabras concretas y sin la menor ambigüedad, en un
memorándum de aquel condenado y monstruoso pozo
de Ginebra. El General Holt, y hasta el Mariscal
Harenzany, que a fin de cuentas era un oficial del Ejército
Rojo y bajo ningún aspecto un Bunthorne dedicado a
olfatear un girasol, atendían a razones algunas veces.
Pero aquel viejo corpachón tambaleante, baboso y de ojos
saltones, atiborrado de artiforgs ‐Brose se había
incorporado vorazmente un artiforg tras otro, procedente
de la reserva mundial cada vez más escasa y reducida‐,
aquella masa no tenía oídos.
Literalmente. Hacía años que había perdido los órganos
de la audición, y Brose no quiso que le pusieran un
artiforg auditivo: prefería no escuchar.
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