Page 64 - La Penúltima Verdad - Philip K. Dick
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La penúltima verdad Philip K. Dick 64
uno de esos viejos chupados, flacos como palos, con
colgantes pellejos de carne ahumada y reseca. A sus
ochenta y dos años, Brose pesaba una tonelada al menos;
andaba como un pato, bamboleándose, soltando saliva y
mucosidades por boca y nariz... pero su corazón seguía
latiendo porque, por supuesto, era un corazón artiforg, lo
mismo que su bazo y otros varios órganos de su cuerpo.
Pero el verdadero Brose seguía presente porque su
cerebro no era artiforg. No existían cerebros artiforgs;
fabricarlos ‐construir cerebros artificiales cuando aún
existía aquella empresa, la Arti‐Gan Corporation de
Phoenix, mucho antes de la guerra‐ habría sido meterse
en lo que a Adams solía llamar el negocio de la «auténtica
plata de imitación»... expresión que aplicaba a una nueva
pero importantísima actividad que había surgido en el
panorama de la naturaleza y que había dado lugar a una
innumerable y heterogénea descendencia: el universo de
las falsificaciones auténticas.
Y aquel universo, pensó, en el que a primera vista
parecía posible penetrar por la puerta de entrada para
recorrerlo y salir al exterior por la puerta de salida en
menos de dos minutos... aquel universo, como los
almacenes de maquetas y decorados que tenía Eisenbludt
en sus estudios cinematográficos de Moscú, no tenía fin,
era una serie interminable de habitaciones; la puerta de
salida de una de ellas era la puerta de entrada de la
siguiente.
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