Page 267 - La Nave - Tomas Salvador
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percibiera  el  menor  signo  de  claridad.  Lo  sabía


            porque  notaba  tensa  y  dilatada  la  piel  de  sus


            párpados, tratando de taladrar las tinieblas.



               Cuando,  por  lo  menos,  comenzó  a  disiparse  el


            terror irracional, para quedarse con el otro terror,


            con el sabido, con el que había luchado tanto en los


            últimos  tiempos,  comenzó  el  dolor.  De  mayor  a


            menor,  comenzó  a  dolerle  la  punta  roma  de  sus



            brazos; y era un dolor tan viejo como su recuerdo,


            tan agudo como la punta de las varillas que el arma


            de Kalr arrojaba. Fue luego un dolor sin precisión,


            extendido, confuso, en la cabeza. Sintió que tenía la


            piel reseca y quebradiza. Consiguió tocarse con el


            antebrazo y hasta que la razón le dijo que era sangre


            seca, llegó a pensar que una coraza le cubría la cara.



            Creyó luego que los huesos de una pierna le habían


            roto  la carne  y  la piel.  Tanteó  también  y  percibió


            desgarraduras,                      pellejos             desgarrados,                    tactos


            dolorosos.



               Recordó  vagamente  haber  caído  al  apoyarse  en


            una barandilla, haber rodado por una rampa, haber


            chocado  con  infinitas  aristas,  haber  gritado  como


            aquellos heridos que Hipo («¿Dónde estás, Hipo?


            ¿Dónde  tú,  Ylus?  ¿Qué  haces,  Sad,  que  no  me


            ayudas...?») remendaba. Y, entonces, al despertar, la



            crueldad del silencio y la oscuridad.


               Sintió  tanta  piedad  de  sí  mismo  que  estuvo  a




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